miércoles, 26 de julio de 2023

Una restauración arqueológica de las filósofas antiguas


Signo de pensamientos que fueron acallados injustamente, la palabra de estas mujeres sigue latente bajo el suelo del olvido. El trabajo de desenterrarlas doblemente, del pasado y de la omisión, y hacerlas dialogar con el presente, es el objetivo de la incipiente colección de ensayos “La otra palabra”, editada por Galerna.



I.


“La historia de la filosofía antigua es la historia que se cuenta sin ellas”, dice Mariana Gardella, Dra. en Filosofía y docente de la UBA, en su ensayo “Las griegas”, mientras repasa las dos razones que para ella fueron determinantes a la hora de pensar la exclusión de las mujeres del pensamiento filosófico. La primera es el prejuicio sexista, que abona a la idea ya antigua de que las mujeres no son capaces de pensar, al menos en igualdad de condición que los varones: “Yo soy mujer, pero tengo inteligencia”, rescata Gardella a la Melanipa, de Eurípides. La segunda razón es la ignorancia acerca de cómo vivían las mujeres. Allí la autora analiza cuánta incidencia real ha tenido la falta de educación a la que eran sometidas (al menos en Atenas) y la imposibilidad de tomar la palabra en un espacio público. Pero aunque éste era el destino general de la mayoría, no todas las mujeres vivían de la misma forma. La generalización y sobre todo, la homogeneización de “la mujer” en el estudio de la Grecia Antigua, provoca el borramiento de otras que han logrado, de distintas maneras, correrse de esa norma.

Las ideas de Gardella se traslucen en un lenguaje sofisticado pero sin perder la frescura de una escritura que se le tan cercana a la oralidad. Logra la autora una transmisión didáctica de conceptos filosóficos muy rigurosos, estimulando, creemos que con creces, el interés delx lectorx por la filosofía antigua. 

Luego de enumerar las razones que dieron lugar a la exclusión de las mujeres de la filosofía, Gardella destaca en su trabajo tres variables para atender con mayor profundidad al conocimiento de cómo vivían aquellas mujeres. La primera será la variable socioeconómica: por lo que se sabe, sólo las mujeres libres y pudientes eran confinadas a una vida hogareña, sin educación y con el sólo propósito de cuidar a los niños. La segunda es la variable temporal, la que parte el “mundo antiguo” en tres etapas: no es lo mismo la época arcaica, la época clásica o la helenística. Ésta última se destacó por una gran extensión del territorio de Grecia hasta Asia por parte de Alejandro Magno, conformando así el llamado “período helenístico”. Ello significó, entre otras cosas, un cosmopolitismo mayor y dio la posibilidad a que las mujeres pudieran educarse. Prueba de esto, explica la autora, son los muchos escritos de mujeres poetas o filósofas que se conservan de ese tiempo. La tercera variable es la geográfica, con la principal diferencia dentro de la época clásica, entre atenienses y espartanas. En efecto, la ciudad de Esparta estaba organizada bajo el criterio de la “eugenesia”, un término moderno que se utiliza para definir las prácticas que permitían mejorar los rasgos hereditarios de la especie humana. A causa de esto, en Esparta las mujeres practicaban deportes y dedicaban tiempo al cuidado de su físico en general. Cuerpos sanos asegurarían una buena descendencia.

A partir de allí el trabajo de Gardella se adentra en un análisis histórico que va desandando a través de diferentes relatos mitológicos que tienen como a alguna mujer como protagonista o personaje principal. Por ejemplo, comienza con el mito de Hipe, relatado en la tragedia Melanipa sabia, de Eurípides, que fue violada por Poseidón y posteriormente defiende, a través de un alegato, a sus propios hijos, considerados monstruos y condenados a morir incendiados.

Pero Gardella precisa una cuestión conceptual relevante para el enfoque feminista que pretende en su trabajo: sostiene que, para lograr la tarea de reconocer una filósofa, hay que preguntarse primero qué es la filosofía, cuestión que es un problema filosófico en sí mismo y difícil de resolver, entre otras cosas porque no hay una sola definición y, obviamente, porque en la inmensa mayoría de los casos esa definición no la pensó una mujer. Así, la autora rastrea un primer significado general de lo que en la Antigüedad se entendía por “filosofar” y encuentra que según contextos, podía remitir a ideas tan disímiles como “mostrar curiosidad”, “cultivar el espíritu” o “amar la discusión”. Luego, a comienzos del siglo IV antes de la era común, es Platón quien define técnicamente a la filosofía, creando una nueva disciplina, y diferenciando conocimientos filosóficos de los que no lo eran.

A partir de allí, la autora se cuestiona cómo se ha dado la inclusión y el reconocimiento de ciertas autoras como filósofas y encuentra que ese agregado se ha dado en la mayoría de los casos sin modificar el “canon” que reproduce problemas, perspectivas y métodos tradicionales. Para que la inclusión sea real y efectiva, dice Gardella, es necesario cuestionar ese canon filosófico en clave feminista. 

Las griegas es entonces un compendio breve, pero amplio. Breve por la cantidad de pensadoras sobre las cuales nos ha quedado algún registro, amplio por lo extenso y diverso de las disciplinas en que se han desempeñado: desde poetas como Safo de Lesbos, pasando por la matemática Hipatia de Alejandría o Cleobulina de Lindos, reconocida por su sabiduría para expresar enseñanzas a través de enigmas, hasta las Pitagóricas o la cínica Hiparquia de Maronea, coprotagonista, junto a Diógenes del grupo de los cínicos, cuya ética consistía, básicamente, en cuestionar los valores culturales de la época.


Finalmente, Gardella acompaña su trabajo con un corpus de los fragmentos de las autoras en cuestión o de menciones de éstas por parte de otros autores, algo que da al trabajo el valor singular de que cualquier lectorx pueda confrontarse directamente con lo que escribieron las pensadoras. También nos brinda una breve cronología y una biografía de lxs autorxs más representativos de la antigüedad.



II.


Claudia D’Amico, Doctora en Filosofía Medieval, rescata la palabra de Hildegarda de Bingen, maestra, visionaria y teóloga cristiana de la ciudad alemana de Bermersheim. Nacida en el siglo XII, Hildegarda fue canonizada luego de un periplo de más de ochocientos años, en 2015, por el Papa Benedicto XVI.

La autora se propone mostrar, por un lado, cuales fueron los caminos para que en un contexto como el del cristianismo del siglo XII, el discurso de Hildegarda, de claro sesgo femenino, haya llegado a tener el peso teórico y político que tuvo. Por el otro, intenta indagar la condición estrictamente filosófica que tuvo el pensamiento de esta mujer. Para ello, en la misma sintonía que el libro de Gardella, se pregunta qué se entendía por filosofía en los tiempos de Hildegarda y adopta dos ejes para tratar su investigación: uno, “la filosofía como oficio”, es decir, el proceso de profesionalización de los filósofos (este último término ya contiene un sesgo: el de quienes se autodenominaban así) y otro, la consideración de la filosofía dentro de un horizonte más amplio, el cual la incluiría en un sistema de conceptos que se relacionan semióticamente. Y aquí las visiones que tenía Hildegarda, las imágenes que constituían su modelo de comunicación con “la Sabiduría”, serán clave en el análisis, según D’Amico. La importancia viene dada por la interpretaciones que la teóloga medieval hacía de sus visiones como una mediación con lo inefable de la divinidad.

En el primer capítulo, de corte biográfico, la autora recorre algunos episodios centrales de la vida de Hildegarda, como el hecho de que desde los cinco años comenzó a sufrir visiones y que a los ocho fue enviada a un convento donde otra niña, tan sólo seis años mayor que ella, ofició de su maestra. O el momento en que, a los 42 años, recibió la visión que le cambió la vida: la que le ordenó “proclamar y escribir” aquello que veía.

A partir de allí, D’Amico dedica un capítulo al tema de Dios en la filosofía. Repasa varios autores medievales como Tomás de Aquino o Meister Eckhart y, por supuesto, habla del concepto de Dios en Hildegarda. Otro apartado está dedicado a lo que da en llamar “la naturaleza como Teofanía”, un discurso muy en boga en la teología del siglo XII por el cual se realiza una exaltación del poder divino a través de una descripción de la vitalidad y majestuosidad de la naturaleza. En un capítulo siguiente analiza algunos de las miniaturas que ilustran las visiones de Hildegarda en su libro Scivias. Luego le dedica otro acápite a “el ser humano como microcosmos”, visión que alude a la centralidad del ser humano en el mundo, una centralidad que le viene dada por ser la más completa de las creaturas  (espiritual y corporal) y porque todo lo creado en el universo está en él como reflejo y resumen de todo lo creado por Dios.

Volviendo a la visión que cambia su vida, aquella en que le fue ordenado a Hildegarda “proclamar” y “escribir” lo que veía, presenta una gran contradicción, según D’Amico, al menos respecto de las mujeres, y muy marcadamente en esa época. Ellas efectivamente estaban autorizadas a poner por escrito sus ideas (aunque sólo en ámbitos privados y al sólo efecto de educar a otras mujeres, fueran religiosas o laicas). Sin embargo, la palabra en espacios públicos les estaba absolutamente vedada. Esta característica misógina se mantiene, con leves diferencias, en mundos tan distantes como la Grecia antigua estudiada por Gardella y el medioevo cristiano del siglo XII, materia del libro de D’Amico. Indagar en la mencionada particularidad quizá sea una de las claves de esta colección que intenta rescatar -y creemos, lo logra con creces- esa otra palabra, la de las mujeres, y mostrar cuáles fueron los mecanismos de poder que las silenciaron casi hasta la sepultura. Casi, porque los testimonios sobre las diversas mujeres compendiadas en esta colección son muestra cabal de que ninguna hegemonía (en este caso la cultura patriarcal) puede existir sin una resistencia, sin una alteridad que deje testimonio de miradas diferentes.


La colección La otra palabra de Galerna

  • cuenta con la dirección de Jazmín Ferreiro, Doctora en Filosofía de la UBA y la UNGS y especialista en Filosofía Medieval. 


  • está integrada por un tercer título, Simone de Beauvoir, filósofa de la libertad, de Danila Suarez Tomé. 


  • está próxima a lanzar un nuevo libro sobre Flora Tristán, con autoría de Luisina Bolla, probablemente antes de fin de año.


  • se presentará, con exposición de las autoras, en el XIX Congreso IAPh, del 31 de julio al 4 de agosto de este año, en la Facultad de Filosofía y Letras de Buenos Aires. http://xixcongresoiaph.com.ar/


jueves, 26 de enero de 2023

Nuestras esposas bajo el mar

Julia Armfield parece haberse preguntado: ¿Cómo se mantiene la conexión entre el interior y el exterior? ¿Entre las profundidades y las superficies? Entre la Tierra y el mar, pero también en una pareja. En Nuestras esposas bajo el mar se transitan algunas intenciones para desanudar las tramas de estas preguntas. 

La novela narra la vida de una pareja de mujeres: Leah, una bióloga marina; Miri, con trabajo remoto respondiendo mails desde la casa que comparten.

Es una historia hecha con la espesura de los silencios, compartidos, pero también a solas: una esperando a la otra; siempre por llegar la otra. Pero esa profundidad en la angustia y la desesperación de quien espera se deja mostrar sólo en degradé. Como las distintas capas del océano van mermando en luz a medida que aumentan en profundidad, la respiración de las protagonistas se va cerrando. Lo que se abre es la incertidumbre…


lunes, 23 de enero de 2023

Una historia de la literatura en clave ficcional



“Ambos, una noche de fuego, murieron de su vida anterior y nacieron tal como son ahora”. Así comienza “Junil en tierra de bárbaros”, divertidísima y muy original novela de Joan-Lluís Lluís, traducida por Edgardo Dobry del catalán. Desde el principio del relato se nos alerta del difícil vínculo que sostienen padre (al que no se da un nombre) e hija (Junil) desde la muerte de la madre. El contexto es la frontera entre un Imperio (el romano) y todo el resto, es decir, todo lo que se dio en llamar “pueblos bárbaros”.

La novela es una invitación a presenciar el crecimiento de esta niña de 8 años en un espacio inhóspito: a pesar de vivir en su aldea, con su padre, éste la esclaviza.


Pero Junil no sólo crece, sino que también progresa. Desde su analfabetismo inicial hasta su amor por la poesía, el relato de Lluís Lluís nos va contando a través de la protagonista, una posible “historia de la lectura” o, más ampliamente, una “historia de la literatura” en clave ficcional. Y ese camino hacia el aprendizaje de la lectura es también para Junil, el camino hacia su propia libertad.


La novela es un gran homenaje a las letras, especialmente a la poesía del período clásico. El esclavo de su padre es quien le enseñará a Junil a leer, comenzando por Homero, Lucrecio y Esquilo, hasta que un día le presenta a Ovidio. Pero ella no entiende. “¿Un autor vivo? ¿Existen autores vivos a los que valga la pena leer?” Junil pronto descubre que la literatura no es sólo “un legado del tiempo pasado, de cuando los hombres eran sabios, hablaban poco y escuchaban mucho”. Es así como a los quince años, nuestra protagonista lee El arte de amar, gracias a la ayuda de un esclavo, y se enamora de Ovidio. Pronto pasará por esa sensación por la que todxs lxs lectores alguna vez pasamos al descubrir a unx autorx que nos fascina: la de ser concientes de que nos restan muchas de sus obras por leer.


Todo muy feliz, hasta que el Imperio devela su poca capacidad para el disenso. El emperador Augusto condena a Ovidio al exilio y todos sus libros son prohibidos. Algo de lo que la historia de la literatura ha dejado incontables pruebas: el peligro y la valentía que el oficio de escribir implicaba en otras épocas. Junil llorará: ya no podrá acceder más a los libros de su autor preferido. Pero a este revés se le enfrentarán estrategias para eludir esa censura: cambios de autoría, libros escondidos, serán algunos de esos vericuetos. Pero también tendrán lugar otro tipo de obras apócrifas, ya no obligadas sino hechas a sabiendas: los plagios. 


El día que un muchacho (Teulí Gaiaté) de una respetada familia patricia se acerca a Junil con pretensión de cortejarla, la vida de la chica volverá a complicarse. La insistencia aumenta con cada rechazo de Junil, hasta que el chico le dice que la obligará a través de sus padres, a casarse. Ella escapa, pero no lo hará sola. A partir de allí, se inicia un periplo que durará por el resto de la novela: Junil, junto al esclavo Tresdedos, al bibliotecario Lafás y al ex gladiador Dirminio, serán los fugitivos del Imperio, la posible carne de cañon de los bárbaros y la inexperiencia en el desierto salvaje. En el camino encontrarán a otros pueblos, campesinos, esclavos, quienes se les irán sumando. 

La religiosidad aparece fielmente retratada: de acuerdo a las creencias de la época. ¿Cómo habrán nacido los primeros ritos de sacrificios hacia los dioses que, según dicen, fueron los orígenes de lo que hoy conocemos como teatro moderno? ¿Cómo era la relación entre voluntad divina y acción humana en la interioridad psicológica de un ciudadano romano de entonces? En determinado momento del viaje, cuando alguien se pregunta sobre la posibilidad de que algún Dios baje a la Tierra para observar sus actos, el temor se apodera de todos. 


En el largo periplo de Junil y sus acompañantes, la “experiencia antropológica” que surge de ese encuentro entre tribus o pueblos bien diferentes, es una especie de escenificación literaria ficcional que imagina cómo habrá sido la fusión entre diferentes aldeas y su unificación en pueblos más grandes. Emerge en ella, siempre sostenida por el humor y la ironía del relato, la figura del traductor, central tanto para la práctica antropológica como también para la literaria: ¿cómo se las habrán arreglado, esos primeros hombres y mujeres, entre algunxs de lxs cuales seguramente habría más diferencias que similitudes, más temores que certezas, para comunicarse? ¿habrán sido realmente violentos todos los pueblos bárbaros, comunmente entendidos como incivilizados porque los únicos registros escritos que de ellos nos llegaron son los del imperio? ¿qué posibilidades hubo para la emergencia de lo comunitario? ¿Cómo fueron las primeras reuniones entre hombres y mujeres alrededor de una historia que se contaba? ¿Cómo habrá surgido la idea de que eso que se contaba podía representarse en pequeños caracteres, distinguibles entre sí, sobre una piedra o un cuero de vaca, para que fuese comunicado a seres de otros tiempos y espacios? Preguntas que nos ha dejado la Historia (con “hache” mayúscula) y que encuentran respuesta (u otras preguntas) en una historia (con “hache” minúscula) memorable de la literatura catalana. Porque al fin y al cabo esa es la tarea del poeta: imaginar historias y combinarlas de buen modo con la Historia.



viernes, 25 de junio de 2021

El cirujano de Sarmiento


Emilio Jurado Naón reconstruye escenas de la vida sarmientina en una novela de episodios con el dulce aroma de las cacofonías, los retruécanos y otros tropos que supimos conseguir.



Por Leonardo Miraglia*



Como sociedad, ¿qué será aquello que supimos conseguir? ¿El repetido discurso de la civilizac
ión y del progreso? Aunque aburramos de tanto repetirlo, la única verdad es la realidad. Jurado Naón no aburre, y tampoco lo repite a fuerza de verdades, sino de ficciones, que son intervenciones en los discursos de nuestro pasado remoto. ¿Y qué mejor vida que la de Sarmiento, plagada de contradicciones, inconsistencias, pasiones, creencias y algunos aciertos para desenmascarar la falsa verdad de una ficción siniestra?

La novela consta de siete partes: seis episodios de la vida sarmientina más una carta en formato de posfacio escrita por Juan B. Alberdi, colega, amigo, contrincante de Sarmiento en algunas de las ideas centrales que pensaron para la fundación de la cultura argentina. A partir de estas escenas, el autor opera en el pensamiento contradictorio, desbordante de exageraciones y esperpentos que muy seguramente habitaran el cerebro del prócer. Cerebro que en una escena el propio Sarmiento extrae de su cuerpo para sumergir en formol.

Ya desde el primer episodio, JN despliega su cirugía craneal sobre el cuerpo (humano y teórico) del procer y no se detiene hasta el final de la obra. No se resiste una sola vez a los repetidos tropiezos lexicales que él mismo se propone y con eso, propone y desafía al lector. A través de una escritura dúctil, pivotea a través de varios géneros y estilos narrativos: prosa, verso, estilo directo (diálogos) e indirecto, epístolas. Hay un trabajo a nivel lexical que es muy satisfactorio y otorga frescura y musicalidad a la prosa de esta novela.

En las primeras páginas, un Sarmiento preso político y ya viejo, en algún lugar cercano al sur de la Cordillera, recibe la visita de un grupo de ex alumnas. Lo que no estará claro de inicio a fin de esta obra, es cuándo JN imagina y cuándo sólo se limita a exhibir el pensamiento sádico y perverso, del prócer que supimos conseguir.  

“Para el armado del libro fuimos al Museo Histórico Sarmiento de la mano de Adriana Amante (docente de FFyL-UBA) y nos pusimos a buscar las fotos que aparecen en su archivo”, comenta JN, Licenciado en Letras por la UBA, sobre la decisión de incluir al inicio de cada episodio una fotografía que hace referencia al contenido del capítulo. “La de la tapa, por ejemplo (NdeR: aparece la fotografía de una dama del siglo XIX en la que la cara seria de Sarmiento figura, en collage, sobre el rostro de la mujer) consiste en una postal que alguien hizo, no se sabe quién y cuyo tono satírico me pareció que condensaba muy bien la idea del libro”, dice.

Otro acierto del libro es la inclusión de hechos laterales en la vida de Sarmiento. Es decir, no se ficcionalizan escenas de Facundo, o de Recuerdos de Provincia, las obras más divulgadas, sino de escritos poco conocidos de la biográfía del pensador sanjuanino. “En ciertos acontecimientos marginales de su vida me parecía que había escenas muy potentes. Por eso me propuse trabajar con ese material”. En esa marginalidad radica quizá el plus de la novela: genera interés al lector, casi siempre no conocedor de muchas de las vicisitudes en la vida del prócer. Incluso allí donde se puede encontrar un personaje tan villano para el bueno de Sarmiento, como es Juan Bautista Alberdi, no se utilizan las discusiones centrales de sus batallas de ideas, sino las cartas menos conocidas que se enviaban mutuamente. La idea central de esa carta ficticia que JN le hace escribir al redactor de Las bases… es que está dirigida al mismísimo autor de Sanmierto. Mediante esta operación, JN interviene directamente en la historia argentina. Quizá estemos presenciando la emergencia de un nuevo género, un novedosa forma de operar sobre los hechos (o los discursos) históricos. Sin embargo, no es la primera vez que este autor trabaja con próceres, y con Sarmiento en particular. Ya en A rebato (Blatt & Ríos), su primer libro de relatos, aparecía el cráneo parlante de Don Domingo y también San Martín en una secuencia delirante en un teatro. ”Siempre me interesó la escritura de Sarmiento, pero no tanto desde lo histórico, sino desde la ficción”, cuenta JN cuando le preguntamos el por qué de esta obsesión. Su madre, de apellido Roca, es descendiente de Agustín Roca, un abogado y militar que participó de las guerras de la independencia y del Paraguay, hermano de Julio Argentino, líder de la campaña de exterminio de los pueblos autóctonos. “Siempre supe que era descendiente de Roca, pero después de A Rebato me pregunté ‘¿Por qué escribo sobre los próceres?’. Cuando lo vinculé a mi historia personal dije: ‘Tengo que hacer algo con esto’”. Y ese algo es un proyecto que JN está preparando, o más bien escribiendo, en base a un libro de un tío suyo que se llama “Los Roca y los Schóó”, una serie de cartas con anécdotas familiares. “Escribir sobre uno mismo, algo que hoy está tan de moda, sólo se puede hacer de una manera interesante si se piensa con una perspectiva histórica”, asegura. Y quizá así, el escritor ya esté corriendo los límites de este género, poco explorado, hacia lo autobiográfico. Quizá así, el escritor se abrace a sí mismo, enriqueciendo su historia personal, desde la simple pero potente pregunta: ¿cómo me afecta lo que escribo?


jueves, 10 de junio de 2021

La literatura como búsqueda de sentido cuando la realidad ofrece un horizonte desolador

En su segunda novela, Juan Mattío tematiza las vidas clandestinas de los inmigrantes ilegales en clave de historización esclavista entre África y Sudamérica. 

Por Leonardo Miraglia

En Tres veces luz (Aquilina ediciones) se entretejen tres historias de niñez, dolor y soledad. La fiscal, el hombre y el niño que las protagonizan de manera equilibrada, no están en ningún momento dentro de sus cabales. No lo está el niño porque perdió a su madre, su casa, su tierra y su futuro. No lo está el hombre porque perdió todo eso pero tiene menos tiempo que el niño. Y no lo está la fiscal porque es un alma en pena que sólo “se siente” cuando está en soledad.

Esta historia es una historia de puertos y por lo tanto de barcos, y de marineros y capitán, pero también de clandestinidad. Juan Mattío (Buenos Aires, 1983) va reconstruyendo dos voces de manera intercalada y utilizando la narración retrospectiva. Va y viene entre los personajes del presente y los del pasado. Y allí surgen otras historias de cada una que, como cajas chinas, van asomando desde la clandestinidad de los containers que transporta la nave, hacia la luz. 

Si bien es cierto que al lector puede quedarle pendiente “entrar” a la historia desde los ojos del niño (único personaje principal que nunca habla en primera persona) quizá eso haga que la novela cobre sentido para el personaje del hombre, que sólo vive por y para contar la historia del chico: “Había creído que el niño era una cadena que lo ataba a la vida y lo condenaba a sobrevivir también a ese viaje”.



Mattío va construyendo una prosa que gana cuerpo lentamente a través del correr de las hojas. Al principio puede que el lector sienta que está muy marcada la pertenencia al género del policial (es el momento de la presentación del personaje de la fiscal) pero luego ese efecto se va suavizando. A pesar de que la mujer nunca deja de guiar parte del relato con su investigación, se hace urgente    la voz del hombre, que es en parte su voz pero también la voz del niño. La historia tiene su corazón ahí, en el sufrimiento constante de los dos desdichados. Y como lectores nos dejamos arrastrar de orilla a orilla del Atlántico para conocer no sólo el final, sino también la verdad.


“La única forma de sobrevivir es componer un papel”


En la clandestinidad del container, el hombre sabe lo que tiene que hacer para que él y el niño sobrevivan. Saca a Robinson del bolsillo y empieza a contar para no volverse loco. Uno, dos, tres, cuatro palotes en la pared: es lo que tardarán en llegar a la otra orilla. Pero no sólo hace eso (no podía hacer sólo eso). Tenía que escribir. Por si el sólo hecho de contar no alcanzara para mantener la cordura. O tal vez para darle un sentido a la locura que ya vislumbraba como inevitable. Y así la lengua y el lenguaje se van convirtiendo, poco a poco, en la posibilidad de quiebre de la historia. Un quiebre hacia la resolución final. Un quiebre, no un eje. Porque en el eje de esta historia está la descripción del mundo: ahí aparecen, todas juntas, la filiación de la esclavitud, las inmigraciones ilegales, la clandestinidad de las vidas, la sordidez de la muerte inevitable y la perversidad de quienes deciden quién vive y quién no. En cambio, si hablamos de quiebre, hablamos de la posibilidad de cambiar una historia. Esta ficción o la nuestra. La de cada uno, la real. Que no dista mucho de lo que cuenta esta novela. Y allí, ese rol lo juegan la lengua como código y la literatura como chance de dejar un testimonio de lo vivido. Como una forma de volver a un tiempo pasado y transformarlo en otra cosa: “No intento traducirlo sino cabalgar sobre el sentido”, dice la fiscal cuando hace los interrogatorios. “No creer me mataría”, dice el hombre. La lengua como código y la literatura como lenguaje, una vez más, se juegan en la tensión entre lo que se puede comunicar y lo que no. En sus límites y en sus posibilidades. Y nosotros, como lectores, cabalgamos sobre unos y otros a lo largo de Tres veces luz, como con toda la buena literatura. 


jueves, 18 de febrero de 2021

“Las reuniones”: un lugar de encuentro para la experiencia y los afectos


¿Qué une a los nueve relatos de "Las reuniones"? Quizá sea un sujeto que explora, que se mueve (¿se pierde?) en las instancias de lo indeterminado, y encuentra ahí un placer. 


Por Leonardo Miraglia *


Cuando uno recorre las páginas de “Las reuniones” (Rosa Iceberg, 2018), le queda bien claro que ese placer por la exploración no es, como en el placer del flaneur baudelaireano, producto de una actitud de contemplación ante las cosas, las personas o los paisajes. Lxs personajes de Bléfari (1965-2020), se implican en las historias que traman, en los vínculos que forjan, y cada uno lxs transforma de un modo único. Es probable que el,la lectorx que no disfruta de una experiencia parecida cuando lee, no se sienta atraídx por un libro así.


En Bléfari, los vínculos afloran en descripciones que sólo al inicio parecen distantes de afecto. Sus personajes, siempre a través de las experiencias, transitan permanentes estados de reflexión, especies de interrogantes sobre qué es lo que se teje de lo humano, en cada acercamiento, en cada vínculo entre dos. Y ese pensamiento no detiene a la experiencia, sino que, al contrario, y más allá de los resultados de cada relación, siempre la potencia. 


Historias mínimas

“Las reuniones” también es un mapa bien federal de la geografía argentina. Los cuentos se desarrollan en pueblos o pequeñas ciudades como Puerto Deseado o Cañada de Gomez, y también podrían considerarse pequeñas las historias que se narran: por ejemplo, en Miniturismo, un grupo de amigos va viajando y parando en distintos pueblos, y lo que se cuenta no es otra cosa que el “ir yendo”, el “camino a”. Casi como una escenografía en movimiento, vemos pasar los fondos y las sensaciones que acompañan a la narradora, que las anota incansablemente en su libreta.




En Lámparas de oca, una mecanógrafa amateur termina haciendo todos los trabajos habidos y por haber en la casa de un escritor, pero de un día para el otro se queda sin changa. ¿Qué le queda de esa experiencia? Precisamente eso, lo vivido. En Sucumbir es adoptar costumbres, leemos las vicisitudes del actor de una compañía teatral que gira por distintos pueblos. En él podemos ver la relación que entabla con un muchacho obsesivo y paranoico que lo manipula hasta enamorarlo. En todos los relatos, los personajes se están moviendo: física, afectiva o racionalmente. Parecería que sí, que es allí donde se producen “las reuniones” entre estos personajes: el movimiento permanente. Pero, ¿alguien puede imaginar una reunión en movimiento? Bléfari lo hizo.


Cuando uno empieza a leer, se da cuenta rápidamente que no está frente a relatos con tramas super complejas. Nada altera la aparente linealidad de los cuentos. El tono narrativo es cansino pero, contrariamente a ese efecto, el torbellino de preguntas y reflexiones en la mente de los personajes, en el vínculo consigo mismos y con lxs otrxs, es lo que les da el verdadero ritmo a los cuentos. Como decir que los cambios se tejen lenta, pero constantemente.


Experiencia y aprendizaje

A lxs personajes que construye Bléfari se les va cayendo la experiencia de los bolsillos. En cada relato, hay uno o dos datos extravagantes que dan cuenta de vidas llenas de aventuras. No son grandes saberes, sino chiquitos y concretos, como por ejemplo uno donde una mujer les da un baño de lavanda a unos gatos, para que tengan un relajo onírico. Pero al mismo tiempo nunca dejamos de encontrar la curiosidad. Se ve claramente la faceta aprendiz de la autora, trasladada a sus narradorxs y personajes. Muchas veces son aprendizajes llevados a cabo por una autodidacta, pero en otros casos producto de talleres y con docentes. Respecto de los profes que la acompañan, en Hudson vemos que hay una construcción de la protagonista con una mirada de reconocimiento hacia ellxs. Hudson es, de hecho, el relato de una excursión al campo por parte de unos talleristas y sus maestros, que investigan sonidos raros.


A lo largo de los nueve cuentos, podemos ver reunidas a la Bléfari viajante, a la música, a la docente y a la alumna, pero principalmente, a la Rosario escritora. Desde esa simpleza con que escribía, quizá más rica que el resto de su paleta artística, Bléfari no hace autoficción: aporta su experiencia de vida a cada personaje que crea y con los cuales ella misma, como autora, crece.



*Lic y Profesor de Comunicación Social (UBA) y librero en El Divague libros

Si te interesó esta reseña, encontrá el libro en: https://eldivaguelibros.mitiendanube.com/productos/ 

Ig: eldivaguelibros

F: El Divague libros


jueves, 11 de febrero de 2021

J. Rodolfo Wilcock: maestro de monstruos

En El libro de los monstruos, el autor combina elementos de la alta y la baja cultura para satirizarlos a través de un absurdo fantástico. Un registro coloquial tan auténtico como hilarante. 


Por Leonardo Miraglia*


El libro de los monstruos (1978) es la última parte de lo que se podría llamar “trilogía de las semblanzas” de J. Rodolfo Wilcock: completan La sinagoga de los iconoclastas y El estereoscopio de los solitarios, ambos de 1972. Es, también, la obra donde el autor despliega toda una galería de personajes fantásticos únicos. En ella hay una espectacularización, un exhibicionismo exacerbado de monstruosidad, que resulta en un registro grotesco: acá un adolescente al que le crecen plumas, allá un hombre con la piel pintada de tantos colores como una mariposa, más acá un “correcto esposo” que descansa en un tanque, en estado diluido, y al que su mujer dedica incansables cuidados. 

En cada uno de los relatos breves de El libro de los monstruos se presenta un hombre o una mujer, con nombre y apellido y se describen sus “características físicas”: el resultado es la aparición deslumbrante, ante nuestros ojos de lectores, de un ser humano devenido monstruo. 


Paraísos perdidos

Hay dos cuestiones centrales que la época moderna introduce en la vida de los hombres, que ocupaban y preocupaban a Wilcock: la pérdida de la dimensión de lo sagrado en toda práctica artística, y la soledad del hombre en las ciudades.


La Modernidad, como proceso social, político y económico, obligó a la incorporación de una cada vez mayor tecnificación en los trabajos y en la vida cotidiana, especialmente la de las ciudades. Y la esfera de lo artístico no estuvo ajena a ello. Por el contrario, el agregado de nuevos aparatos no sólo provocó el avance de técnicas creativas, sino que difundió el arte a un público masivo y no especializado (por ejemplo: la fotografía “sacó” las obras pictóricas de los museos y cualquiera pudo tener a la “Gioconda” en su casa). Esto también contribuyó a cierta banalización del arte, a un abandono casi absoluto de toda posibilidad de trascendencia. Comenzaban a erosionarse las murallas de la “alta cultura”, concepción típica de ciertas capas de la sociedad en su proceso de discriminación y apropiación de la cultura popular: el saber de unos pocos vedado, como un secreto, a las mayorías. Esta “pérdida de conexión con lo sagrado” aparece de forma explícita en el primer relato del libro: “Anastomos”. Allí leemos: “(...) Y quizá sea una divinidad, porque no está concedido a los hombres ser tan bellos. En sus espejos vemos reflejadas aquellas cosas que verdaderamente, sin hipocresía, amamos: no las cosas humanas, tan abrumadas por la caducidad y el cambio, sino los árboles y las nubes, los pájaros y las flores, (...) todo lo que en nuestra mortalidad sentimos como eterno y que no amaríamos, si no lo sintiésemos, oscuramente, intocable”. Es cierto que aún hay en estas palabras un dejo de melancolía por esa pérdida, pero quizá la diferencia esté en que aquí el autor se ha decidido a jugar con esa ausencia y ya no titubea para unir literatura universal y tradición clásica, con absurdo y grotesco. ¿Radica en este cambio el salto de su obra? ¿Wilcock hizo lo que Borges no necesitó: girar desde un punto de vista trascendental y filosófico a un registro coloquial que, a través de un absurdo fantástico, captara mejor la decadencia del hombre moderno? 


Nadie es profeta en su tierra (ni en su lengua)

En 1957 Wilcock abandona Buenos Aires por Roma. En carta a un amigo, asegura: “el castellano no da para más”. Esta frase puede tener distintas explicaciones, pero en el fondo es la elección autónoma de un hablante que decide mudarse de lengua, con todo lo que ello significa. Si el idioma moldea nuestra forma de entender el mundo, y la escritura es una de las maneras que tenemos de expresar esa mirada, este cambio de perspectiva se despliega dentro de la propia escritura wilcockiana. En efecto, a su llegada a Italia, comienza a abocarse plenamente a su obra narrativa. Es probable que esta inclinación haya sido consecuencia de su exilio, pero es aún más entendible por el hecho de que Wilcock formaba parte de una elite conservadora como la nucleada en torno al Grupo Sur (Borges, Bioy Casares, Silvina Ocampo). Tal vez ese contexto no le permitiera desplegar todo su potencial creativo, ni afianzarse en el ámbito literario. En Italia, en cambio, se topó con una vanguardia intelectual como la formada por Passolini, Elsa Morante e Ítalo Calvino (este último parte del grupo de literatura experimental Oulipo, junto a Raymond Queneau). Ellos no sólo lo acogieron sino que fomentaron su pronta legitimación. Además, el estilo Oulipo, más ligado a los juegos de palabras, a los retruécanos, y a la exacta matemática de las frases, dio un aire a la prosa algo barroca de Wilcock. Sin embargo, el argentino nunca abandonó la profundidad que caracterizó a su obra. Quizá el “Wilcock italiano” sea casi el mismo que el de nuestros pagos, con la única diferencia de haber aprendido a reírse de sus fantasmas.


“La soledad engendra dioses (y monstruos)”

Aquello que el sociólogo estadounidense David Riesman, ya en la década del ‘20, denominara con el término de “muchedumbres solitarias”, es un fenómeno que hoy continúa vigente en nuestras ciudades: un ejército de hombres y mujeres que están en una aproximación física incesante y caótica, pero en una intolerable soledad espiritual. Esto aparece en toda la obra de Wilcock, pero no sólo como una preocupación sociológica, sino personal. Wilcock era un misántropo. Su frase: “El hombre necesita de la soledad y de la comunicación. Combinar ambas en la justa medida hace a su felicidad”, quizás haya sido más un deseo que una realidad. A través de las bestias de este volumen, el autor nos muestra que la exclusión del grupo social puede hacer de cada uno de nosotros un monstruo, pero que a la vez ese monstruo está más cerca de la divinidad, del arte o de la creatividad. Describiendo a uno de sus bichos, nos dice: “En él la naturaleza ha querido refutar, al menos una vez, la irrefutable, casi lastimosa, fealdad de la desnudez humana: este animal despellejado y deforme, esta pobre imitación de un simio al que milenios de mezquindad han dejado sin pelo, se enciende por un instante efímero en Alasumma con los colores de las tierras cálidas y ahora baila, como Dios manda, para demostrar cuán grises son estos pueblos que sin ningún derecho ocupan la hermosa Tierra y la entristecen”. Después de transitar sus páginas, quizá el lector atento se sienta motivado también a indagar en sus monstruos internos.


*Lic y Profesor de Comunicación Social (UBA)

Librero en El Divague libros

Si te interesó esta reseña, encontrá el libro en: https://eldivaguelibros.mitiendanube.com/productos/ 

Ig: eldivaguelibros

F: El Divague libros